La verdad de albacete
Recelan a la hora de narrar su situación. Entre avergonzados e indignados conviven con lo que les ha tocado en suerte. Apenas nada en un reparto injusto en el que ellos ven como la vida les da la espalda de forma reiterada. Son, como tantos otros ciudadanos, los paganos de una crisis a la que no han contribuido ni generado.
Al albur de la intemperie o, en el mejor de los casos, guarecidos apenas por un simple techo y unas paredes en cochambrosas naves o casas abandonadas, cientos de inmigrantes malviven en Albacete en condiciones que distan mucho de acercarse ni tan siquiera a lo que se consideraría digno.
Es domingo, son más de las doce del mediodía y el mercurio hace rato que amenaza ya con desbocarse un día más. En uno de esos asentamientos, salpicados por distintos puntos del extrarradio de la capital albaceteña, un grupo de ciudadanos de Ghana busca la sombra. Es lo único que pueden hacer, resguardarse del sofocante calor y esperar.
Tienen papeles, pero no trabajo. O al menos no con la continuidad que precisarían para ir sobreviviendo. La mayoría puede contar con los dedos de una sola mano las jornadas que han trabajado en el campo en los últimos meses.
Rodeado de compatriotas, que descansan en sillas o sillones desvencijados y colchones en un estado de lo más variopinto, Tomás se afana en hacer la colada como puede. Prefiere no decir su nombre real, por miedo quizá, y se ríe mientras se bautiza a sí mismo como Tomás. Llegó de Madrid hace tan solo unas semanas a Albacete, pero el destino que esperaba se tornó bien distinto desde el primer momento. Ha trabajado cuatro días cortando ajos, algo que nunca había hecho este ghanés, y reconoce que la labor es doblemente dura por las propias condiciones del trabajo y la exigua remuneración del mismo. A 1,30 euros le pagaban cada caja de ajos cortados.
Poca rentabilidad
Una tarea poco rentable para este hombre ya que invertía demasiado tiempo en terminar cada caja, tuvo que costearse el material de trabajo y pagar cada jornada, entre dos y cinco euros, por el traslado desde Albacete al campo y viceversa. Unas once horas desde que salían cada día hasta que regresaban, explica sin perder el ritmo de lavado en unos cubos. A Tomás las cuentas no le salen, pero aún así insiste en que es un trabajo. Y en este momento eso es casi un privilegio.
A sus 38 años dejó la capital madrileña, donde vivía en un piso. El trabajo fallaba y le animaron a que se trasladase a Albacete. La oportunidad que le habían descrito no se ha materializado y ahora no tiene dinero para marcharse. Duerme literalmente al raso en un viejo colchón y come, siempre que puede hacerlo, en la institución del Cotolengo.
Ducharse sin tener que valerse de cubos o contar con agua corriente y potable, ahora la recogen directamente de un sistema de regadío de un campo cercano, son las pequeñas cosas que Tomás echa en falta. Se lamenta de unas condiciones de vida que no desea a nadie mientras no cesa su tarea. Minutos más tarde da por acabado el lavado y aclarado de una camiseta de un desafiante blanco impoluto que desentona entre tanta miseria.
Desde 1999 en España
Issah lleva una semana más que Tomás en la capital albaceteña. Su periplo por la geografía española es largo desde que llegase allá por el año 99 a Ceuta. Cartagena, Fuerteventura, Alicante o Bilbao son, según narra, algunos de los lugares por los que ha recalado este ciudadano de Ghana. Gran parte del tiempo que ha trabajado en España lo ha hecho en la construcción. Ahora echa los jornales que salen, poquísimos como se lamenta, en el campo albaceteño.
No puede ocultar su fuerte temperamento. Se indigna, se queja y se sosiega casi sin que exista espacio para tal transición. Le duele, a quién no le dolería, malvivir. Y le avergüenza que la gente vea esa imagen. Con el orgullo visiblemente herido se queja de que no les ayuden.
Narra con gran vehemencia y no poca impotencia que él, como otros muchos inmigrantes, ha trabajado duro en este país. «He cotizado ocho años a la Seguridad Social», afirma apuntando, a renglón seguido, que ahora estos trabajadores que han contribuido al desarrollo económico en los años de bonanza ven como todos les dan la espalda. Sus palabras son acogidas con signos de aprobación por el grupo que le acompaña aunque todos, a excepción de Tomás y el propio Issah, declinan contar sus penurias ya que creen que tan solo les perjudicará. Como Issah muchos tienen mujer e hijos en su país. Una familia que depende de ellos y a cuyo mantenimiento ahora, dada su penosa situación, no pueden contribuir ni siquiera con un euro.
Issah no vive en el mismo asentamiento en el que se encuentra con sus compatriotas y en el que es difícil calcular cuántas personas habitan. «Sesenta o más», se aventura alguno. En el caso de Issah su improvisada morada, en condiciones igualmente infrahumanas, se encuentra en un solar en pleno núcleo urbano.
En los próximos días, junto a otros inmigrantes, probará suerte en otra provincia. Le han contado que en un municipio murciano hay posibilidad de trabajar. De hecho sus planes más inmediatos pasan por comprobar si es así o no. Hasta Albacete llegó porque contactó, a través de internet, con gente que le dijo que hacía falta mano de obra.
Con esa esperanza, que se esfumó inmediatamente, llegó. Nunca imaginó que se hallaría viviendo en un asentamiento, comiendo una vez al día y en estas condiciones. Solo piden vivir como lo que son, seres humanos con derechos. Apelan a la dignidad y a la ayuda que merecen.
Desde el Colectivo de Apoyo a Inmigrantes recientemente explicaban a este diario que son varios cientos de inmigrantes los que este verano malviven en asentamientos. La gran mayoría de ellos, ya lo advertían, sin un trabajo, pese a estar en el país en situación regular. Y es que la crisis no hace distingos entre nacionalidades aunque, eso sí, ataca con mayor dureza a quienes menos tienen y cuya red de apoyo es más frágil.
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